Cine y Jazz: un matrimonio no siempre feliz

El reciente estreno de The Eddy, la nueva producción de Netflix vuelve a tener al jazz como protagonista de una ficción. Con contadas excepciones, las de Bertrand Tavernier y Clint Eastwood entre ellas, el cine y el jazz han tenido sus problemas para consumar hasta aquí un matrimonio bien avenido y no son frecuentes las historias que lograron captar la esencia de este arte esquivo. Aquí hay algunas de ellas.

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The Eddy es un local de jazz de la periferia parisina. En esas calles abarrotadas de inmigrantes, lejos de la mirada de los turistas, del glamour de los Champs Elysees o la atrayente bohemia del Barrio Latino. Allí transcurre y palpita la vida de Elliot, el músico norteamericano Interpretado por André Holland, que  regentea el lugar, mientras lucha por cerrar su otra vida, la  neoyorquina, la de los años en que supo ganar cierto prestigio grabando para Blue Note.

Lejos de la versión edulcorada de La la land (2016) y del criticable estereotipo de Whiplash (2014), aquí en The Eddy, Damien Chazelle se sumerge en otras profundidades. Y si bien elije como hilo conductor la controvertida historia de Elliot, la sitúa inmersa en la difícil cotidianeidad de los músicos en una gran ciudad y las dificultades para sobrevivir de los dueños de locales alejados del circuito turístico.

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La historia resulta creíble y en parte, más allá de un guión acertado y la buena labor actoral, lo es porque quienes integran la banda que en The Eddy son músicos reales. Artistas que conocen de primera mano los avatares del oficio y que aquí, se visten de actores, para llevar a la pantalla la pasión que les tomó la vida.

Ellos son el pianista y director Randy Kerber, hacedor además de música de películas; el trompetista Ludovic Louis, parte también de la banda de Lenny Kravitz y la talentosa baterista Lada Obradovic, de creciente actividad en Europa como líder de su propio ensamble o parte del grupo de David Tixier. También el saxofonista Jowee Omicil, de origen haitiano, quen supo ser parte de la banda de Roy Hargrove  y el contrabajista Damián Nueva Cortés, un referente de la música afrocubana.

Jazz para ver

Es sabido que el jazz y el cine emergen en Estados Unidos casi a un mismo tiempo, hace poco más de un siglo. Su evolución también corrió a la par y es representativa de cada década transcurrida. Como bien dice Carlos Aguilar en su Cine & Jazz (Ediciones Cátedra, 2013, ambas expresiones “estaban predestinadas a congeniar y compenetrarse de forma natural y sensible. Las imágenes de uno, los sonidos del otro”.

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Claro que esta supuesta amalgama no garantiza de por sí resultados satisfactorios y en cambio han sido las mismas producciones las que dieron vigencia al dicho del historiador José Luis Guarner, para quien “Hollywood y el jazz ha vivido un idilio de amor no correspondido”.

Esta relación comenzó en el cine mudo y fuera de la pantalla, con los músicos acompañando en directo en la sala  la emisión de aquellos cortos en acelerado blanco y negro. Tampoco es casual que la primera película en la historia del cine sonoro, estrenada en 1927, fuese justamente El cantor de jazz,  de Alan Croslan, con el protagónico de Al Jolson, un cantante blanco que se pintaba de negro.

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De 1929 es en cambio Aleluya, la producción de King Vidor, producida por la Metro, un drama rural con la totalidad del elenco negro y música de jazz y de blues rural como protagonista. Le sigue Stormy Weather, de Andrew Stone, con Fats Waller y Benny Carter haciendo a dúo el inoxidable Ain’t Misbehavin; ambas cintas pioneras en indagar el inabarcable mundo del jazz.

De la mano del cine negro

Ya entrada la década del 40, el jazz siguió marcando presencia en Hollywood con el policial negro, realzado por el talento de escritores como Dashiell Hammett o Raymond Chandler. La tensión, el suspenso, las tramas oscuras, encontraron en esa música el vehículo perfecto para transmitir sus emociones. El halcón maltés, de John Huston de 1941, basado en el libro de Hammett, sirve como ejemplo de la valoración de la música en la trama argumental.

Por esos años Orson Welles ya había utilizado también el jazz como protagonista musical de su obra cumbre, Citizen Kane, y luego intentó sin éxito un proyecto que tenía a Louis Armstrong como protagonista. Con posterioridad Welles incluyó el jazz en otras películas; como El proceso (1962), basada en la novela de Franz Kafka, con música del francés Martial Solal y Sed de mal (1958), con partituras de Henry Mancini.

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Con el tiempo otros consumados directores apelaron al jazz para ambientar sus películas, como Elia Kazán y Un tranvía llamado deseo (1951), Laslo Nedek con Salvaje! (1953) u Otto Preminger y El hombre del brazo de oro ( 1955) con el protagónico de Frank Sinatra y la asesoría musical de Shelly Manne.

La banda sonora de aquel filme, de la que participaron muchos de los mejores artistas de la Costa Oeste, como Shorty Rogers, Ralph Pena, Bud Shank y Pete Candoli; fue un éxito discográfico sin precedentes para una música surgida en la pantalla grande.

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Otro tanto podría decirse de Ascensor para el cadalso, que Louis Malle concretó en 1957 y para la que requirió de los oficios de Miles Davis, que improvisa sobre las imágenes que se le proyectan. Los historiadores coinciden en que esta es la primera vez que la industria del cine recurrió a un jazzman  para la totalidad de una banda sonora.

Historiando el jazz

Las películas documentales también han sido un eficaz acercamiento al mundo del jazz, aunque como en todo, con resultados dispares. Entre las que merecen ser recordadas figura seguramente Thelonious Monk: Straight no chaser (1998), de Charlotte Zwerin, con producción de Clint Eastwood y Art Pepper: notes from a jazz survivor (1982), el filme de Don McGlyn, sobre la vida del mítico saxofonista de la Costa Oeste.

Junto a ellos The Miles Davis Story (2002), de Mike Dibbs, con valiosos testimonios sobre el príncipe de las tinieblas jazzeras ; Let’s get lost (1988) de Bruce Weber, sobre las luces y sombras de Chet Baker; o el Saxophone Colossus (1986) de Robert Mugger, cuyo título remite invariablemente al disco grabado en junio de 1956 en los estudios de Rudy Van Gelder; para narrar la apasionante vida de Sonny Rollins, la última leyenda viva del jazz.

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En los últimos años y de la mano del streaming, las plataformas llevaron a los televisores de todo el mundo algunos documentales de valía. Entre ellos I called him Morgan (2016) de Kollin Casper, que narra el ascenso y caída del trompetista, asesinado por su pareja en febrero de 1972 en pleno escenario.

También suman What Happened, Miss Simone (2015) de Liz Garbus,  que narra la vida y obra de la magistral cantante y su fuerte compromiso con las reivindicaciones de la minoría negra y Chasign Trane, (2016) dirigido por  John Scheinfeld, sobre la música y el legado de John Coltrane, uno de los pilares del desarrollo jazzero en la segunda mitad del siglo XX.

Los años recientes

La ficción de los últimos años ha dado muestras exitosas de la colaboración entre el cine y el jazz, al menos con un puñado de títulos que quedarán en la memoria de los aficionados. Como Alrededor de medianoche (1986), una coproducción galo-norteamericana, dirigida por Bertrand Tavernier, y con el protagonismo de Dexter Gordon, quien fue nominado a un Oscar por su actuación.

La película está basada en La danse des infideles de Francis Paudras, un apasionado del jazz que escribió sobre su efímera amistad con el pianista Bud Powell. El elenco es un verdadero seleccionado musical, comenzando por Herbie Hancock, quien si ganó la estatuilla por la banda musical.

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Otro destacado  es Bird (1988), de Eastwood y con el protagónico de Forest Whitaker en el rol de Charlie Parker, acompañado por Samuel Wright en el papel de Dizzy Gillespie. El filme fue aclamado por la crítica, aunque los puristas cuestionaron la decisión de aislar tecnológicamente los solos de Parker y hacerlos acompañar por nuevas ejecuciones de músicos contratados para tal finalidad. También se suma a la columna del haber Kansas City, la producción de 1996 de Robert Altman, en la que Joshua Redman y Craig Handy recrean un duelo de saxofones personificando a Lester Young y Coleman Hawkins.

No obstante, una de las películas que sigue estando al tope de las preferencias de los aficionados es Los fabulosos Baker boys (1989) de Steve Kloves, con la inquietante Michelle Pfeiffer y la eficaz dupla de los hermanos Jeff y Beau Bridges, doblados por Dave Grusin y John Hammond. La escena de Pfeiffer cantando Makin Whoopie, acostada sobre el piano es uno de los momentos memorables de aquella película y  una imagen ideal para cerrar estas líneas.

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