Hace 20 años un pequeño reducto en un sótano del porteño Paseo La Plaza albergaba a unos cuantos músicos jóvenes deseosos de poder mostrar su propia producción. Sin saberlo, el Jazz Club Buenos Aires estaba ofreciendo el terreno fértil para sembrar las semillas del nuevo jazz argentino. Tres años tan solo le bastaron para ganarse su lugar en la historia y ser recordado aún hoy como el escenario donde comenzó «la nueva cosa».
El final de los 90 presagiaba la crisis que finalmente sacudió la Argentina al comienzo de un nuevo siglo. Con su peso anclado al dólar, el acceso ilusorio a bienes y viajes “baratos” se había convertido en un fenómeno masivo, mientras las carteleras se colmaban de artistas internacionales, que ahora si incluían al país como escala de sus giras mundiales.
Es en medio de ese panorama cuando comienza a aflorar una rica y variada contracultura pese al desinterés del Estado. Y el jazz no estuvo ausente. Y así en 1997 en el porteño Paseo La Plaza se instalaba el Jazz Club Buenos Aires, un proyecto de corta pero fructífera vida que sentaría, sin saberlo, las bases de un movimiento que aún perdura.
La iniciativa había comenzado a tomar forma en 1996, cuando su impulsora, Berenice Corti ejerció la dirección artística de un ciclo de conciertos en el Café Miró, en el mismo complejo de la avenida Corrientes, donde comenzó a evidenciarse el perfil innovador que luego asumiría el Club.
Durante los tres años en los que estuvo activo, el Club fue escenario siempre abierto a las nuevas propuestas de una joven generación nacida al calor del rock, pero que abrazaba con pasión un jazz de características propias que hasta aquí no encontraba su lugar. Muchos de los nombres que 20 años después integrarían la plana mayor del movimiento, mostraron por primera vez sus propias composiciones en aquel sótano porteño, sobre finales de los 90; conformando a un tiempo los grupos que cimentarían el movimiento de los años por venir.
El periodista César Pradines, testigo privilegiado de aquellos años, fue uno de los primeros cronistas en dar cuenta de la movida. “Había jazz todos los días. De lunes a lunes, recuerda. Claro que no era el único lugar. Estaba Clásica & Moderna, Oliverio, Jekill, Opera Prima. Pero también es cierto que los jóvenes, como Ernesto Jodos, Enrique Norris, Guillermo Bazzola, Diego Bruno, Eleonora Eubel, Carlos Lastra o Ricardo Cavalli, no tenían espacios. Por eso todos ellos y otros más, encontraron su sitio en el Jazz Club”.
Berenice Corti guarda en su memoria el primer show en aquel espacio, el 2 de octubre de 1997, en el que Enrique Norris en corneta, Marcelo Blanco en batería, Roberto Ritto en bajo, Diego Bruno en guitarra y Penaco Zaldívar en piano; hicieron el Blues del Jazz Club en declarado homenaje al lugar que los cobijaba. “Yo tenía ya un criterio muy definido de lo que quería hacer. Un criterio de programación definido. Vengo de una familia de músicos y me gustaba mucho el jazz y lo estudiaba. Recuerdo que recibía demos todo el tiempo y toda la música buena era bienvenida. Lo único que no programábamos era jazz tradicional, porque ese estilo ya tenía su lugar en el Café Tortoni. No necesitaba otro espacio”, rememora Berenice.
¿Pero qué caracterizaba a esa nueva expresión que había sentado sus bases en aquel subsuelo de la Avenida Corrientes? ¿Qué la diferenciaba de quienes por entonces ocupaban el centro de la escena jazzística nacional? Aquí las opiniones son variadas y a menudo contrapuestas. Hay quienes aducen que la composición propia era la principal novedad que aportaban los nuevos músicos, aunque es cierto que quienes conformaban la escena en los años previos también componían, si bien ese repertorio no formaba parte central de sus actuaciones.
Muchos años después del cierre del local, Corti abona esa mirada en su libro Jazz argentino. La música negra del país blanco, al asegurar que el mayor énfasis puesto en la composición por esta nueva camada construyó una diferencia con respecto a las generaciones anteriores. “Se jerarquizó la obra propia por encima de la interpretación del repertorio standard o de la inclusión de manera literal de elementos musicales entendidos genéricamente como extrajazzísticos, operación referida como característica del llamado jazz fusión de los años setenta y ochenta”.
Si hay coincidencia en apreciar que, más allá del espacio físico en sí, el Jazz Club entregaba una oportunidad única para que la nueva generación pueda mostrar y probar en escena sus nuevas composiciones, posibilidad que hasta aquí no era bien vista en los clubes más tradicionales. Berenice Corti incentivaba esa vertiente y los jóvenes de entonces vieron allí un efectivo canal de expresión. Muchos de ellos, como Ricardo Cavalli, Hernán Merlo o Carlos Lastra, habían cursado estudios en Estados Unidos y habían regresado al país con las valijas llenas de nuevos temas de su autoría, buscando trascender los standards que habían completado su formación.
“Esos estudios en el extranjero, destaca Pradines, les dieron a estos jóvenes una seguridad que muchos músicos de acá no tenían en términos de composición. Los músicos de la generación anterior tocaban principalmente el cancionero americano. Y si bien como sabemos, algunos de ellos componían, como Fats Fernández o Baby López Furst, no tenían la necesidad o el impulso de integrarlo a sus shows. En cambio en el Jazz Club si había lugar para las propias composiciones. Era donde los músicos jóvenes podían mostrar sus temas originales y así lo hicieron”.
Por entonces una fuerte presencia irrumpe en escena. El Quinteto Urbano, una formación de excelencia destinada a marcar un camino, conformada por cinco de los mejores músicos jóvenes de la escena nacional: Juan Cruz de Urquiza, Rodrigo Domínguez, Diego Schissi, Guillermo Delgado y Oscar Giunta. La propuesta estilística era uno de sus puntos fuertes, junto a la creatividad y el virtuosismo de cada uno de sus integrantes.
Pero si bien el Quinteto Urbano comenzó a bosquejarse en pleno apogeo del Jazz Club Buenos Aires, nunca tocó allí. Si lo hicieron previamente sus músicos como parte de otras formaciones. Por coincidencias estéticas, el Jazz Club era el lugar indicado, pero la programadora Berenice Corti no podía garantizarles la constancia que ellos buscaban. Finalmente el esperado debut del Quinteto se produjo a pocos metros de allí, en el Bar Celta, declarado como uno de los bares notables de la ciudad y que aún abre sus puertas en Sarmiento al 1700, en pleno centro porteño.
Los que sí actuaron en sus primeros años en el Jazz Club fueron los jóvenes integrantes de un nuevo combo que lideraba Daniel Pipi Piazzolla, bautizado como Escalandrum y que por entonces se mostraban como apasionados cultores del Latin-jazz, aún lejos de los sonidos personales que finalmente convirtieron al grupo en uno de los más consistentes y de mayor permanencia de la nueva escena local. Pipi Piazzolla había pasado no pocas noches en el local del Paseo La Plaza como batero de Latinaje un combo de potente expresividad, dirigido por el bajista Guido Martínez, y en el que también militaban futuros escalandrunes como el pianista Nicolás Guerschberg y el saxo Gustavo Musso.
Por todo eso y mucho más, el Jazz Club fue parte fundamental del nuevo jazz argentino. Solo duró tres años, entre 1997 y el 2000, antes de ser abatido por una realidad que no sabe de sueños y quijotadas. Si bien tuvo un fugaz regreso en 2005, aquellos pocos años le bastaron para ganarse un lugar como detonante de toda una nueva expresión, corporizada en un sinnúmero de grupos y de artistas deseosos de mostrar su arte y sus propias composiciones. Y así lo recordará siempre la historia. Junto al afecto de tantos músicos.
Ignoraba la existencia de este sitio.
Muy bueno.
Fuerte abrazo.
Emilio Giménez Zapiola
Ciudad Jardín
Palomar
Fernando Ríos… ¡Gracías por tu escucha atenta y tus palabras alentadoras como bálsamo que cura la indiferencia general! Bere, vos y contadas personas, son parte de ese oxígeno que necesitamos para seguir respirando música.