En el jazz el virtuosismo instrumental nació en la época que, en la historia de esta música, equivale al romanticismo de tradición europea y, como allí, respondía al resorte de la necesidad de afirmación individual. Los motivos fueron diferentes. Aquí, escribe Carlos Sampayo, la urgencia de una consolidación personal, es secundaria.
Escribe Carlos Sampayo *El período en cuestión, la segunda mitad de los años treinta, marca la necesidad de supervivencia de las capas más desfavorecidas de la sociedad norteamericana. La crisis promueve competitividad, el instinto se desata y los músicos estallan a través de un medio relativamente humilde, resuelto en un objeto: el instrumento. En un principio, fue acrobacia, pero la llegada del pianista Art Tatum colocó tema y asunto en la esfera de la expresión pura. Tatum (1909-1956), admirado por Horowitz no por su digitación sino por su sonido, no necesitaba más que de buenas composiciones, probablemente sencillas, para catapultar una infinita cantidad de ideas armónicas y melódicas a través de la simple exposición.
Como improvisador se limitaba a circular alrededor del motivo central y adornarlo mediante del sonido, usando del arpegio como nexo y de la puntualización como síntesis.
Desbordante y torrencial, la personalidad musical de Tatum ha dividido a la crítica especializada, cuya parte detractora le niega la capacidad de concederse el silencio. Es posible que no lo necesitara o huyera de él: era ciego desde niño. Su obra grabada en solitario es imponente. Contemporáneo de Tatum fue Coleman Hawkins (1904-1969), a quien se atribuye la introducción “madura” del saxofón en el jazz.Hawkins, que tocaba el saxo tenor, es el típico improvisador individualista de los años treinta y cuarenta, y como tal fue un ejemplo para sus colegas.
Como en Tatum, su arte está en el sonido, y su logro haber concebido y elaborado una voz personal. Sin problemas instrumentales de ningún tipo, quizá sufriera de una limitación estilística a mediados de los años cuarenta (con la irrupción del jazz moderno de Parker, Gillespie, Bud Powell y Thelonious Monk), pero se atuvo al nuevo lenguaje y trató de insertarse con no poco éxito. La amplitud de su acento superaba el acotamiento estilístico porque partía del instrumento mismo. Aunque era capaz de demostraciones de destreza técnica, fue más proclive a cierto tipo de sugerencia temática basada en la sensualidad sonora. Sensual y robusto son los dos adjetivos que se utilizan con más frecuencia en relación a su sonido.
Hawkins fue aceptado por los boppers de los años cuarenta, para quienes, dada la dificultad del arte que estaban inventando, el estudio del instrumento y los distintos aspectos teóricos de la música era imprescindible. Dizzy Gillespie (1917-1993), trompetista, es el gran exponente del primer virtuosismo del jazz moderno. Apoyado en el ilustre precedente de Roy Eldridge, otro virtuoso de los años treinta que fuera partenaire habitual de Coleman Hawkins, Gillespie rompió las limitaciones del instrumento de tres pistones.
Su aporte concreto consistió en ampliar en una octava (afinada) hacia arriba la tesitura natural, elaborar sistemas de digitación combinada que permitieran el legato entre notas de octavas diferentes con la naturalidad del fluir de una cascada, los principios de un sistema de respiración circular que se perfeccionará una década más tarde con la adopción de la respiración “yoga” por parte de algunos saxofonistas (en primer lugar, Sonny Rollins y Roland Kirk). La combinación de diez ideas básicas le confirió un lenguaje; diez ideas son muchas si se las sabe combinar.
Cuando Gillespie irrumpió en la escena musical de Estados Unidos –junto a las ilustres compañías mencionadas arriba–, hubo una verdadera convulsión en el pensamiento instrumental. El jazz no perdería espontaneidad con el estudio y la dedicación sino por el contrario ésta facilitaría su expresión.
Quizá esta música le deba más a Gillespie que a Tatum o Hawkins un cambio de actitud de los músicos que consiste en la pérdida del miedo al instrumento, a la comparación fastidiosa con los intérpretes académicos. Pero también, como a aquéllos, le debe la no siempre profunda legión de los epígonos superficiales nacidos del deslumbramiento.
En este sentido, ya en los años cincuenta, un pianista resume la contradicción entre expresión artística y exhibición personal: el canadiense Oscar Peterson (1925). En posesión de una técnica paradigmática, es capaz de enumerar y sumar todas las posibilidades del piano sin dificultades, al menos aparentemente. Pero las tiene y están, precisamente, en su virtuosismo.
En sus interpretaciones se percibe el éxtasis por la sonoridad y la emocionalidad, pero también el descontrol de un cuerpo que parece conducirse más allá de la intención interpretativa. Peterson es desbordado por el propio Peterson e invadido por sí mismo; de esa invasión suelen surgir señales que indican al oyente que más allá de la sorpresa superficial quizá se halle un artista que no ha podido expresarse en su totalidad.
Tal vez, en referencia al piano, quien logró una más perfecta síntesis entre el elemento virtuoso y la expresión artística pura, en el sentido de la aplicación de las habilidades en la justa medida de la necesidad de expresión, fue Bill Evans (1929-1980).
Considerado casi unánimemente como el más grande renovador del lenguaje pianístico después de Bud Powell, Evans logró a finales de los años cincuenta una síntesis perfecta entre todos los elementos necesarios al lenguaje jazzístico: sonido, sentido del tempo, concreción estilística, adecuación a diferentes contextos, claridad de articulación, medida de los límites de una idea y del sistema de concatenación de varias, elección de repertorio adecuado; y lo hizo a partir de la seguridad técnica. Instrumentista virtuoso, en sus interpretaciones parece querer ocultarlo.
La obra de Evans, en trío, en solitario o en el ámbito de pequeñas formaciones instrumentales es fundamental para la compresión de la evolución del piano en el jazz y promueve indagaciones básicas: la función de la técnica, el papel del instrumento preponderante (problema del trío), la formación del sonido, la lógica del discurso inventivo y la improvisación como forma de composición. A partir de los años cincuenta, la enumeración de virtuosi se haría interminable.
El acceso de una parte del proletariado estadounidense a la clase media, o la ilusión de que eso ha ocurrido, determina el ingreso de legiones de alumnos en escuelas de estudios musicales superiores. Hoy es un hecho común el dominio de toda materia técnica por un músico de jazz y quizá, como ocurriera con virtuosos del pasado, allí se ubica un problema que hoy podemos ver como estable. En coincidencia con un momento de inercia (activa) en la evolución del lenguaje jazzístico, aparecen permanentemente nuevas generaciones de músicos capaces de demostrar su valía técnica, pero tal vez vacilantes en cuanto al contenido de sus respectivos discursos.
Debe reconocerse también que existe la tendencia (conservadora) de incluir en esta legión de nuevos e impersonales virtuosos, a cualquier instrumentista debutante por el hecho de serlo. Ocurrió con Wynton Marsalis a principios de los años ochenta, aunque éste demostró que su intención iba mucho más allá de la exhibición y aun de la ejecución de un instrumento. Ocurrió también con su coetáneo Terence Blanchard, un trompetista que ha logrado una sonoridad sin precedentes y está ocurriendo con los saxofonistas Joshua Redman, David Sánchez y James Carter, por poner sólo algunos ejemplos.
Lo cierto es que la época de las interpretaciones ásperas, y encantadoras en sus limitaciones, ha terminado. Es momento de esperar una expresión valiosa y profunda que se basará en una ejecución impecable en todos los casos. Esta última etapa, que llamaré del virtuosismo integrado o asimilado, es un punto de partida interesante. Y también lo es en su incertidumbre. Todos parecen estar preparados para competir en una carrera de la que sólo se intuyen las direcciones pero se desconocen las metas. Tal como ha ocurrido en cada momento de transición en la música, o en el arte a secas.
*Carlos Sampayo es periodista y escritor. Por años estuvo radicado en Barcelona, donde creó famosos personajes de historietas junto al dibujante José Muñoz, dirigió colecciones de jazz, escribió novelas y asesoró a discográficas. Uno de sus más recientes libros, “Memorias de un ladrón de discos”, fue reeditado por Gauderio en Buenos Aires.